miércoles, 17 de febrero de 2010

Pobreza y ordenamiento civil del Catolicismo Romano . Por Henry George.

Estamos tan acostumbrados a la pobreza que incluso en los países más avanzados la consideramos como algo natural de las grandes conglomeraciones. Tan naturalmente la tomamos que incluso, en los grupos más avanzados un número considerable de gente no sólo no tiene acceso a la salud, sino que la mayoría subsiste de manera precaria haciendo un durísimo esfuerzo.
Hay profesores de economía política que enseñan que este estado de cosas es el resultado de las leyes sociales de las cuales es inútil quejarse! Hay ministros religiosos que predican que ésta es la condición que el Sabio, Creador Todopoderoso destinó para sus hijos!
Si un arquitecto fuera a construir un teatro en el cual sólo una décima parte de la audiencia pudiera ver y oír, habría que pensar que el arquitecto es un atorrante.
Si un hombre diese una fiesta y proporcionara alimentos a una décima parte de los invitados y los demás se quedaran con hambre, se diría que semejante hombre es un loco o algo peor. Sin embargo, estamos acostumbrados a que desde el cristianismo se nos diga que el Gran Arquitecto del Universo, cuya habilidad infinita toda la naturaleza demuestra, ha hecho un trabajo chapucero en este mundo, en el cual la mayoría de las criaturas están condenadas por las condiciones que él mismo ha querido imponer - el sufrimiento y la fatiga embrutecedora que no permite el desarrollo de las facultades mentales- y deben pasar su vida en una dura batalla para simplemente vivir!

La economía política es la más simple de las ciencias, es el reconocimiento intelectual que relaciona la vida social con las leyes -que en su aspecto moral los hombres reconocen instintivamente- y que están enraizadas en las enseñanzas sencillas de lo que la gente común escucha con mucho gusto. Pero, como en el cristianismo, la economía política ha sido deformada por las instituciones que, negando la igualdad y la fraternidad de los hombres, han recurrido a la autoridad y a la objeción de callar, a fin de acallar el hábito del pensamiento.

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